Y un buen día la diosa del viento besa el pie del hombre, el
maltratado, el despreciado pie, y de ese beso nace el ídolo del fútbol. Nace en
cuna de paja y choza de lata y viene al mundo abrazado a una pelota.
Desde que aprende a caminar, sabe jugar. En sus años
tempranos alegra los potreros, juega que te juega en los andurriales de los
suburbios hasta que cae la noche y ya no se ve la pelota, y en sus años mozos
vuela y hace volar en los estadios. Sus artes malabares convocan multitudes,
domingo tras domingo, de victoria en victoria, de ovación en ovación.
La pelota lo busca, lo reconoce, lo necesita. En el pecho de
su pie, ella descansa y se hamaca. Él le saca lustre y la hace hablar, y en esa
charla de dos conversan millones de mudos. Los nadies, los condenados a ser por
siempre nadies, pueden sentirse álguienes por un rato, por obra y gracia de
esos pases devueltos al toque, esas gambetas que dibujan zetas en el césped,
esos golazos de taquito o de chilena: cuando juega él, el cuadro tiene doce
jugadores.
-¿Doce? ¡Quince tiene! ¡Veinte!
La pelota ríe, radiante, en el aire. Él la baja, la duerme,
la piropea, la baila, y viendo esas cosas jamás vistas sus adoradores sienten
piedad por sus nietos aún no nacidos, que no las verán.
Pero el ídolo es ídolo por un rato nomás, humana eternidad,
cosa de nada; y cuando al pie de oro le llega la hora de la mala pata, la
estrella ha concluido su viaje desde el fulgor hasta el apagón. Está ese cuerpo
con más remiendos que traje de payaso y ya el acróbata es un paralitico, el
artista una bestia:
-¡Con la herradura no!
La fuente de la felicidad pública se convierte en el
pararrayos del público rencor:
-¡Momia!
A veces el ídolo no cae entero. Y a veces, cuando se rompe,
la gente le devora los pedazos.
Por Eduardo Galeano
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